Agarrate, Catalina!

Esperé que llegara el flete toda la mañana. Al mediodía llamé. Estaban retrasados, llegarían a la tarde.

OOObvio que iba a llegar cuando yo no estuviera. Esa ya me la sé. Por eso dejé específicas intrucciones: Si llega cuando no estoy, le dicen que me espere 15 minutos, que yo ya esperé todo el día. (Si, soy de Esas.)

Y volviendo de la imprenta diviso el supercamión con acoplado que traía MI encargo, estacionado en la puerta de MI oficina. Vi al chofer hablando por Nextel y como esa ya me la sé también ("estoy en domicilio para entrega, nadie lo recibe, me vuelvo sin entregar") le clavé la mirada y apuré el paso. Al segundo me vio ir caminado hacia él y no va que el muy zángano me empieza a tirar besos. Estiraba la trompa y la estiraaaaba. Estiraba la trompa el muy cerdo, desde su cabina a metro y medio del piso, con la frente brillante por el calor y los lentes tornasolados.
Me le acerco a pasito ligero. El guanaco no dejaba de besuquiarme al aire. Y me le planto al lado de la ventanilla y *tengo que mirar para arriba*, y así indignada con la metáfora y con toda la vejación besística a la que me sometió le digo:
- ¿VOS VENIS A ENTREGAR SILLAS?
- Si... me dice, es-tu-pe-fac-to y se saca los lentes.
- ME LAS VENIS A ENTREGAR A MIII. Y me golpetié el pecho.

Lo esperé arriba y cuando terminó de cargar todas las sillas, sudoroso y agitado, le di el cheque y ni un vaso de agua le ofrecí.

No es que me enorgullezca, ¿eh? Pero en fin, yo: una mujer en la calle, y él, un mulo cargador, y como se reproduce una larga cadena de hostigamientos cotidianos. Básicamente era eso lo que quería ilustrar.