Agarrate, Catalina!

No sé porqué me acuerdo de esta frase tan patente. O sí sé. Es porque la entendí en el mismísimo momento en que me la dijo, como uno de esos cachetazos verbales que te avivan de una vez y para siempre.
Yo tenía como 10 años y mi grupo de amigas de la primaria se veía inquietado por la presencia de un chica que armaba quilombo. Generaba discordia, llevaba y traía, se aliaba a los varones en sus bravuconadas proto-adolescentes... y este punto era particularmente irritante para mi que tuve (y tengo) problemas para hacer la vista gorda a las posturas femeninas de seducción explícitas y constantes, sobre todo cuando esas actitudes se apoyan en la inocencia de los demás. No recuerdo bien qué acontecimiento fue el que desbordó mi usual silencio hogareño con respecto a estas vicisitudes sociales, pero llegó un momento en el que la angustia que me provocaba el trato diario con esta piba obligó a una conversación familiar, luego de la cena.
Recuerdo que yo conté entera la historia de la sucesivas malas intenciones y las situaciones en las que me sentía aplastada y agredida en mi más infantil pureza por esta chica que desbordaba de una sensualidad que no entendía qué fines tenía... Recuerdo que como corolario de mi exposición usé una palabra que nunca usaba ante mis padres, pero la ocasión lo ameritaba y aunque puse algunos reparos y dije algo así como que "mis amigas decían que..." el meollo de la cuestión era que "ella era muy *puta*"
Y ahí me quedé callada porque ni yo sabía bien qué carajos era ser *muy puta* a los 10 años, ni a qué venía toda mi molestia finalmente.
Entoces mi papá agarró el guante, y desestimando toda la cadena de barbaridades que yo había dicho antes me dijo una sola frase.
"No tenés porqué ser amiga de ella si no querés, pero -Catalina- no te olvides que vos también podés ser amiga de una puta".